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Más libros para morir de risa

Lo cómico es más cruel que lo trágico, dice Milan Kundera en El arte de la novela, porque revela de manera brutal el sinsentido de todo.  Y no hablamos aquí de la risa fácil que produce el ridículo, ni siquiera de esa crueldad vulgar que nos hace morir de risa cuando vemos la humillación de otro.

Según Octavio Paz, el humor no es innato al hombre —y mucho menos a los orangutanes. Se trataría de una adquisición cultural bastante tardía de la modernidad que, como toda adquisición, podríamos perder. Y porque estamos hartos de perder cosas, aquí reforzamos la lista de libros para morir de risa.

1. El billete de un millón de libras, de Mark Twain. Editorial Menoscuarto.

En esta fábula hilarante, un joven náufrago estadounidense llega a Londres con las ropas desastradas y un solo dólar en el bolsillo. Muerto de hambre en Portland Place, de pronto recibe la invitación de pasar a una de las viviendas burguesas del barrio de Marylebone, donde dos hermanos extravagantes lo hacen el centro de una apuesta igualmente estrambótica. ¿Puede un hombre sobrevivir y prosperar en Londres con un billete de un millón de libras que ningún banco le cambiará? Como la alternativa es dormir al raso y conformarse con sobras, el protagonista acepta.

Lo que sigue es una sátira en la que vemos cómo los mercaderes más desconfiados y los capitalistas más recelosos se dejan engatusar por la fábula de la riqueza, mientras el sensacionalismo de los periodistas ayuda a nuestro pícaro con el cebo de sus crónicas de sociedad.

Una aventura sin más consecuencias que la risa, pero en la que se aprende el valor del crédito financiero y la credibilidad social —tanto entonces como ahora.

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2. Te vendo un perro, de Juan Pablo Villalobos.  Anagrama.

Teo —el narrador— tiene 78 años, unos ahorros que se escurren en copas, un discurso incongruente, un triángulo erótico de la tercera edad con sus vecinas Francesca y Juliette y una obsesión: la Teoría estética de Theodor Adorno, su posesión más preciada. A punta de libro, desata una guerra contra otros vecinos, también jubilados, que organizan una tertulia literaria en el zaguán del ruinoso edificio. Teo no piensa tolerar a esos «fundamentalistas literarios» que, además, le imponen clases de yoga, cursillos de macramé y otras actividades delirantes en el espacio común.

Teo mezcla la historia de México con la crónica de la marginalidad, de su familia y, sobre todo, de los perros callejeros acogidos por varias generaciones, de su abuela en adelante.  Y así como tiene su teoría estética, también tiene una teoría de cómo alimentar a los chuchos. Una caricatura de México y de sus tópicos más sombríos, rescatados con el poder de la risa.

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3. Soy un gato, de Natsume Soseki. Impedimenta.

¿Fue japonés el abuelo de Garfield? Muchos apostarían a que sí después de leer esta sátira de la burguesía Meiji en el Tokio de comienzos del siglo XX.

«Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre», comienza nuestro narrador felino antes de arrancarle la piel a tiritas al dispéptico profesor Kushami y su familia quienes, en su candidez, todavía se creen los dueños de la casa. Irreverente, desdeñoso, sardónico, el gato sin nombre nos cuenta su peripecia entre unos humanos grotescos que presumen de bien pensantes. Con comentarios incisivos y demoledores que resultan de total actualidad, este Felix callejero no deja títere con cabeza. Ni página sin provocar la risa. Inolvidable.

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4. El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson. Salamandra.

En la residencia esperan al alcalde, a la prensa, a medio mundo. Al día siguiente será la gran fiesta por el centenario de Allan Karlsson, uno de los internos. Pero el abuelo tiene otros planes y, en la víspera, salta por la ventana y se larga a vivir la vida. En la terminal de autobuses, un joven le pide que le cuide una maleta, pero llega el autobús, y el abuelo… se larga con la maleta.

No pasará mucho antes de que tenga a toda la mafia del narcotráfico y a la policía en los talones. Pero no creáis que Allan Karlsson está dispuesto a que lo pillen. Para algo tuvo una vida paralela y llena de aventuras: ha almorzado con el futuro presidente Harry Truman, echo autostop con Winston Chruchill, viajado en barca con la mujer de Mao Zedong y cruzado a pie los Himalayas. Es más, como ex agente de la CIA está acostumbrado al riesgo y no lo amilanan las armas desde que ayudó a Robert Oppenheimer a crear la bomba atómica.  Allan Karlsson, a sus cien añitos, parece un hueso duro de roer más dispuesto a morir de risa que de asco.

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