El Diablo del Blues
Os proponemos hoy un nuevo artículo de Buensalvaje, esta vez con el perfil de Robert Johnson, el bluesman que vendió su alma al diablo –leyenda en la que se basa la película de Alan Parker, El corazón del ángel-, y que inauguró la lista de los músicos fallecidos a los 27 años:
«El Delta del Mississippi es un territorio de trescientos kilómetros con forma de hoja de pacana –un árbol cuyo fruto es conocido como “nuez encarcelada”-, que se extiende entre Vicburg y Memphis. Del Delta nunca ha salido un presidente de Estados Unidos, allí no tienen su sede las compañías que cotizan en el Down Jones. En su libro Blues: La música del Delta del Mississippi (Turner), Ted Gioia lo describe como nadie.
Es el Down South, que cantara Terry Evans con su vozarrón de esclavo: sincretismo, aislamiento, pobreza y predicadores apocalípticos. Un pedazo de África encastrado en el país más rico del planeta, que el huracán Katrina hizo emerger en 2005. Hábitat de bestias del sur salvaje. Manglares, maleza o desbordamientos periódicos, como el que tuvo lugar en 1927, descrito por Faulkner en Las palmeras salvajes. En el Norte creyeron que el desastre se lo había inventado el escritor. El Sur era otro país, un mezzogiorno negro, pobre y violento. Ni siquiera el general Grant consiguió atravesar el Delta durante la Guerra de la Secesión.
Entre 1900 y 1930, la región sacudía a los negros con el látigo de la violencia y la miseria. Sin luz eléctrica, la población negra, mayoritariamente rural, vivía en condiciones de insularidad. Sumemos a lo anterior, las raíces de África, los cantos de trabajo y oración, una guitarra y una voz; resultado: el blues. Acordes que no se rasguean, se arrancan; ritmos punzantes, percutivos y, sobre todo, una historia que contar. Los músicos que lo definieron habían cargado miles de sacos de algodón:Charlie Patton, Tommy Johnson, Skip James, Muddy Waters, Howiln’ Wolf, B.B. King o John Lee Hooker… Otros, como Blind Johnson o John Hurt mendigaron durante la Gran Depresión. Había que coger la guitarra y subirse al primer tren en marcha camino de Detroit, Chicago, Dallas, Saint Louis… Huían de la “nuez encarcelada” para polinizar el mundo con sus voces rotas, su mitología de caminos cruzados, la mala suerte y los amores perdidos. Utilizaban el cuchillo tanto para provocar el efecto slide como para defenderse en tugurios de contrabandistas, bebedores y mujeres desesperadas. Todo género musical posee su martirologio. La lista de demonios azules del Delta blues precisaría de una enciclopedia, pero entre todos ellos destaca Robert Johnson, el bluesman que vendió su alma al diablo –leyenda en la que se basa la película de Alan Parker, El corazón del ángel-, y que inauguró la lista de los músicos fallecidos a los 27 años. Nos quedan dos fotografías y 29 temas que cambiaron el rumbo de la música.
En su excelente biografía Fuego eterno (Contra) Nick Tosches cuenta que Jerry Lee Lewis se escapaba junto a su primo a las cantinas de los negros. Allí fue donde escuchó uno de los temas legendarios de Robert Johnson, “Me and the Devil Blues”.
Aquel blues era una bifurcación de caminos: a un lado, el rock and roll; al otro, su vocación de virulento predicador. Los primeros biógrafos de Robert Johnson encargaron a un experto fisonomista de Nueva York un retrato robot del músico. Albergaban esperanzas, pues gracias al trabajo del dibujante un asesino en serie había sido enviado a la silla eléctrica. El resultado fue decepcionante: un monigote con aspecto de marciano. Cuando treinta años más tarde de su muerte, acaecida en 1938, se hallaron unas fotografías descubrimos a un hombre de sonrisa tímida y rasgos tan finos como su voz de alambre. Un ojo mira a la cámara; otro se extravía hacia la derecha. Siendo adolescente había acompañado a Son House y tocaba la guitarra con torpeza. Desapareció. Al cabo de un tiempo los músicos debían frotarse los ojos. ¿Cómo había conseguido aquel niñato semejante maestría? Así nació la leyenda, según la cual una noche se sentó con su guitarra en un cruce de caminos y esperó. A media noche, un gigante negro le enseñó a tocar… A cambio de su alma. A lo largo de su vida usó más de ocho nombres falsos. Borraba sus huellas porque huía del perro del infierno. Traduzcamos: de los maridos celosos que querían matarlo por haber seducido a sus mujeres. En sus actuaciones, con el ojo izquierdo miraba al diablo de la botella –su otra gran debilidad-, con el derecho, a la mujer más bella del antro.
La vida y música de Robert Johnson sentó las bases de lo que los nietos del género -con más glamour y menos penurias- conocerían como sexo, drogas y rock and roll. El diablo siguió a Johnson encarnado en un marido cornudo, quien lo mató de una forma diabólica para cualquier bebedor: le ofreció un vaso de whisky envenenado. A su modo, el blues abrió una fisura en la segregación racial. En uno de los límites del Delta está Memphis, donde nacieron dos blancos que se odiaban sin remilgos: Jerry Lee Lewis y Elvis Presley. Compartían el mismo camello, el médico George Nichopoulus, que les proporcionaba montañas rusas de química. El destino de Lewis es conocido: siete matrimonios fallidos, alcoholismo, barbitúricos… Una bola de fuego. Muchos creyeron reconocer la voz de un bluesman del Delta cuando escucharon en sus transistores los primeros temas de Elvis. Pero no todo fueron pianos ardiendo, cadillacs dorados y fuentes de Cocacola. En los años sesenta, tanto Elvis como Lewis lo pasaron mal. Los tiempos estaban cambiando. Frente a Janis Joplin, Jimi Hendrix o Carlos Santana eran dos momias. Pero, como en el flamenco, la semilla del blues prevaleció gracias a los cantes de ida y vuelta: de Estados Unidos a Inglaterra. Cuando Keith Richards escuchó una grabación de Robert Johnson pensó que sonaban dos guitarras; John Mayal y Eric Clapton hallaron sus raíces. Recién llegado a Londres, un guitarrista zurdo, mezcla de negro y cherokee, hizo el resto: Jimi Hendrix. Frente a la versátil creatividad de The Beatles, a los Rolling Stones se le llegó a conocer con un sarcástico apodo: “Los campos de algodón del Valle del Támesis”. No en vano, son sus satánicas majestades. La semilla del blues era ya un gigantesco baobab. “Puedes exprimirme como a un limón hasta que el zumo chorree entre las piernas, nena”, cantaba Robert Johnson, cuya letra reverberaría cuarenta años después en “The lemon song”, de Led Zeppelin. Para el oído atento, los acordes del blues están presentes en temas de Charles Mingus o David Bowie. Y ahí seguimos, remontando el río Mississippi, donde hasta los siluros llevan una guitarra entre las aletas. Mientras, la voz de Robert Johnson viaja en la sonda espacial Voyager, rumbo al espacio exterior, como narra Win Wenders en uno de los siete documentales dedicados al blues que produjo Martin Scorsese. Buen viaje, marciano.»
Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es escritor y periodista. Doctor en Ciencias de la Información, entre otras obras es autor de Cuentos del jíbaro, Diario del hombre pálido, Piel roja y La pecera.