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Charles Dickens y las mujeres de Urania

 

Mujeres_Urania
Ibsen Martínez

Pese a una vida literaria y pública escrutada al mínimo detalle por centenas de biógrafos, es curioso que haya sido tan poco lo que hasta hoy se sabía de Charles Dickens y las mujeres caídas de Urania.

 

Es cosa muy averiguada por incontables biógrafos que Charles Dickens se ganaba rápidamente la confianza de las personas.

Quizá por eso las mujeres que ingresaban a Urania College no hallaban muy difícil contarle sus vidas ― haciendo énfasis en sus vicisitudes más vergonzosas ― al autor de David  Copperfield y Tiempos Difíciles. En realidad, estaban obligadas a hacerlo si querían ser admitidas en aquella institución de nombre engañosamente escolar.

Es natural pensar que  un establecimiento así llamado debió ser un instituto universitario. Todo el mundo sabe que, para los griegos, Urania es la musa de las matemáticas y la astronomía. Sin embargo, Urania ― como a secas llegó a llamársele al patronato ― era un refugio para “mujeres caídas”, un establecimiento privado concebido y, en parte, financiado por el propio Dickens quien dedicó mucho tiempo a dirigirlo durante casi quince años. Con ser hombre de gran visibilidad y una vida literaria y pública escrutada al mínimo detalle por centenas de biógrafos, es curioso que haya sido tan poco lo que hasta hoy se sabía de Dickens y las mujeres de Urania.

En 1842, al regresar Dickens a Inglaterra, luego de su triunfal gira de lecturas y conferencias por los Estados Unidos, el proverbial “espectro del hambre” hacía tiempo se había materializado en su país. El precio del pan se doblaba con la regularidad de las malas cosechas. Las ciudades se veían invadidas por famélicas legiones de labriegos y pastores empobrecidos que llegaban a ellas con sus familias, en procura de cualquier trabajo, o en su defecto, de caridad.

La industria del algodón, orgullo de Inglaterra, atravesaba una aguda depresión que desde hacía ya varios años empujaba a decenas de miles de manos ociosas hacia las atiborradas y afrentosas sopas públicas. Un crítico social tan conservador como pudo serlo Thomas Carlyle advertía lúgubremente que “con millones  de seres imposibilitados de meramente vivir es claro que esta nación va camino al suicidio”.

A Dickens, un declarado partidario de las libertades civiles y religiosas, así como de los derechos electorales para todos, le horrorizaba el visible recrudecimiento del odio de clases. El ciclo fatal que comenzaba con el cierre de una fábrica que a su vez provocaba el estallido de una huelga que a poco se tornaba violenta y terminaba con el envío de tropas para sofocarla, entró en todas partes en espiral ascendente. El movimiento cartista instituyó al sindicato y la huelga general como inseparables  particularidades  de la Inglaterra capitalista.

Se vivía lo que historiadores sociales británicos habrían de llamar “los Hambrientos Cuarenta” y pocas cosas hubo más distintivas de la época como la prostitución femenina.

Freud quizá habría discernido en Dickens una propensión que el vienés describió como propia de un tipo especial de varón de moral victoriana: el afán de rescatar prostitutas. En el caso de Dickens,  para someterlas a un plan de rehechura espiritual que las dejase aptas para una decorosa vida conyugal y, desde luego, para  la maternidad. Considérese que todavía harían falta un siglo, la revolución rusa y dos guerras mundiales antes de que en Europa brotase la idea del Estado de beneficencia. Dickens veía claro las sobrecogedoras causas sociales de la prostitución, pero característico de él fue siempre procurar soluciones. Y las salidas que el autor de La Pequeña Dorrit pudo concebir para una mujer deshonrada y prostituida en la Inglaterra de su época eran solamente dos: la emigración ―a la remota Australia, por ejemplo― o  el matrimonio. Deseablemente, según él, ambas soluciones a la vez.

La señora Angela Burdett-Coutts, acaudalada y filantrópica solterona, fue una ferviente lectora de Charles Dickens. Tras acoger con entusiasmo la idea  propuesta por Dickens, se constituyó en financista mayor de Urania College e insistió en que el respetado e influyente novelista se pusiese al frente de la filantrópica institución.

La profusa y dilatada correspondencia que Burdett-Coutts sostuvo durante años con el novelista es una de las fuentes que ha permitido a la historiadora británica Jenny Hartley, de la Universidad de Roehampton, apropiarse brillantemente de la génesis y proceso del experimento que hizo de Charles Dickens un sistemático rehabilitador de putas londinenses.

El ceremonial de ingreso exigía que la aspirante hiciese al novelista un minucioso relato de su desgracia. Esta confidencia  debía hacerse una sola vez y, de allí en adelante, la mujer se obligaba a guardar absoluto silencio para siempre sobre su pasado. Nadie más, ni el personal del instituto, ni sus compañeras de instituto, debía conocer las circunstancias de su caída. El silencio debía extenderse hasta sus vidas futuras.

El entrevistador a cargo de juzgar sobre los ingresos no era otro que Dickens en persona, quien concibió esa única entrevista con las aspirantes imbuido de intención terapéutica. Dickens, freudiano avant la lettre y fundador de algo así como Putas Anónimas. Cumplido este requisito, la mujer entraba en tratos con lo que Dickens gustaba en llamar una “domesticidad alternativa”: una rutina de laboriosidad y decoro, de oficios y destrezas hogareñas, tales como hornear el pan, que la preparaba para el matrimonio.

Es sugestivo el paralelo entre este cláusula de silencio y el impávido mutismo con que Dickens  expulsó de su vida adulta los vergonzosos secretos familiares que rodearon su menesterosa niñez. Dickens llevaba celoso registro de las entrevistas, así como del desempeño, los progresos y fracasos de las pupilas en un volumen que característicamente llamó  “Libro de Casos” y que nadie sino el escritor pudo leer alguna vez.

Pero de la correspondencia cruzada con Burdett-Coutts se desprenden nombres y “casos”. Así, conocemos el de Rehna Pollard, quien puedo ser el modelo para la voluntariosa Tattycoram, inolvidable personaje de Little Dorritt. La Pollard, antigua presidiaria, pendenciera y terca, fue objeto de un ultimátum por parte de Dickens: Si persistía en no avenirse a las reglas de la casa, sería expulsada sin contemplaciones.

La amenaza surtió efecto, al parecer, pues todavía  al final de su vida Dickens guardaba de la reformada Rehna muy buenos recuerdos. Rehna Pollard fue la única  inquilina de Urania que, en lugar de emigrar a Australia, viajó al Canadá, donde comenzó la nueva vida con que solían finalizar las novelas de su guardián y mentor. Allí se casó con un leñador llamador Oris Cole Jr. y tuvo ocho hijos.

Alrededor de cien mujeres pasaron por Urania durante los quince años en que sirvió de “refugio societario”, como lo llamaba Dickens. En un  informe que envió a Burdett-Coutts en 1853, Dickens detalla que 26 de las primeras 54 pupilas  emigraron a Australia y lograron rehacer con éxito sus vidas. 14 decidieron abandonar Urania y otras 10 hubieron de ser expulsadas. Jenny Hartley viajó a Australia tras la huella de esas ex alumnas, pero poco o nada pudo recobrar de sus borrosas vidas.

Contar por única y última vez sus miserias, guardar silencio para siempre jamás, hacerse de destrezas mujeriles, viajar a algún confín del Imperio, conocer un buen hombre, casarse, tener hijos. El programa de Urania puede formularse como el mapa caminero de un melodrama “de comentario social” con final feliz.

La lectura de «Charles Dickens y la casa de las mujeres caídas” ( Charles Dickens and the house of fallen women, Methuen, Londres, 2008) me sugiere una imaginaria pieza teatral que comenzase por la entrevista a la depauperada prostituta en busca de una segunda oportunidad y discurriese como una parodia sangrienta del Pygmalión de Bernard Shaw. La chica bien podría llamarse Emma Spencer, tal como una de las pupilas mencionadas en la correspondencia con Burdett-Coutts.

Emma tenía quince años cuando solicitó  ingreso en Urania. Antes de prostituirse, vivió una verdadera ordalía como obrera infantil en la mismísima fábrica de betún en la que, todavía niño, Dickens había trabajado de sol a sol para mantener a su padre, recluso en una cárcel para deudores. La coincidencia hizo profundo efecto en el autor de Historia de dos ciudades y movió una especial empatía por Emma.

Nada más, me temo, sabremos nunca de Emma Spencer pues el libro de casos de las mujeres caídas de Charles Dickens fue destruido por el novelista luego del cierre definitivo del establecimiento en 1862.

                                                                                                                  ♣

Ibsen Martínez es escritor venezolano. Autor de dos novelas, El mono aullador de los manglares (Mondadori, Caracas, 2000) y El señor Marx no está en casa (La otra orilla, Norma, Bogotá, 2009); ha escrito también numerosas piezas de teatro. Este artículo apareció primero el 26 de marzo de 2012 en su blog personal.