¿Buscas emociones? ¡Bébete a Patricia Highsmith!
Patricia Highsmith destiló un brebaje literario específicamente prescrito para estados carenciales de cualquier emoción, con efectos catárticos y una contraindicación: crea dependencia. Mucha. Una vez pruebas cualquiera de sus destilados se te acabó el sosiego, lector. Pero no porque el ritmo trepidante de sus historias te abrase las entrañas, que va. Su efecto es mucho más sutil y perverso que una descarga de adrenalina a cada salto de línea.
Y, como buen aguardiente, cuanto más reposado, mejor. Tanto que dos décadas después de su muerte y cuando el más universal, amoral, carismático y celebrado de sus personajes, Tom Ripley, cumple 60 años muchos mataríamos por un trago más de ése o de cualquier otro de sus «destilados Highsmith«.
Por suerte dejó 22 y apurar cualquiera de ellos te precipita por el deslizadero a ratos vertiginoso y a ratos letárgico de sus tramas, te disecciona psicopatías y te las transfiere, te arrebata cualquier atisbo de empatía con víctimas, te lleva hasta los límites del recelo y la paranoia, y te retrata como si nada la estupidez humana —la tuya incluida. Y, para rematar, no hay paraíso doméstico que no te envenene de inquietud ni atmósfera que no te enturbie. Son los ingredientes clave de su fórmula magistral.
Pero aunque todos esos elementos borboteaban juntos en su alambique, esta alquimista de la ficción alteraba las medidas para fabricar destilados de distinta graduación e intensidad. Ateniéndonos a cuál de esos elementos predomina sobre el resto en cada título hemos confeccionado una cata highsmithiana para ayudarte a probar el brebaje que más se va ajustar a tu paladar. ¿Listo?
Suspense al 75%: Crímenes imaginarios; Ese dulce mal
Un Psicópata carismático y perfecto al 90%: El Talento de Mr. Ripley
Transferencia de la psicopatía al lector al 75%: Extraños en un tren
Entornos cotidianos envenenados al 90%: El diario de Edith; El grito de la lechuza
Suspense al 75%
La suya es ficción de suspense, no policiaca, negra ni detectivesca: en sus historias hay intriga, crímenes y víctimas, pero no hay héroes justicieros ni callejones sórdidos. Te sumerge en una atmósfera cargada donde la sospecha te envuelve como una masa viscosa de la que no logras desprenderte. Estás atrapado hasta el final junto a un personaje cercado por la policía, por acreedores, por sus vecinos, por sus obsesiones o por a saber qué.
Si esta es la emoción que buscas descórchate una de Crímenes imaginarios o de Ese dulce mal.
En Crímenes imaginarios te clava en el hogar idílicamente aislado de un matrimonio de artistas que deciden, como otras veces, atajar su doble crisis -creativa y de pareja- con una separación temporal que, quizás, esta vez no lo sea tanto. Alice abandona de mutuo acuerdo el nido para que Sidney pueda centrarse en su máquina de escribir, sólo que sus fantasías le llevan a un nivel creativo tan inimaginable como espeluznante.
Por su parte, en Ese dulce mal acompañas en su caída en espiral a un joven químico muy respetado en su empresa y admirado en su comunidad que, sin embargo, vive asediado por una obsesión tan secreta como desquiciante y letal.
Un psicópata carismático y perfecto al 90%
Más allá de crímenes, criminales y moralinas el interés de Patricia Highsmith es el engranaje psicológico del malhechor, qué le mueve a hacer lo que hace y cómo lo hace, y no lo que siembra o cercena a su paso. Eso son menudencias. Y ese antihéroe posee una determinación y un extraño encanto que ponen al lector de su parte.
Tom Ripley, que nace en El talento de Mr. Ripley, es el protagonista de cinco novelas de un quinteto magistral. Aquí esboza a uno de los psicópatas más logrados de la literatura. Es un joven diabólicamente brillante, encantador, impenetrable, audaz, insolente, amoral y camaleónico con algún estallido de violencia, sin ápice de remordimientos y capaz de ejecutar a cualquiera con una eficiencia feroz, no para burlar mejor el cerco policial, sino por la pura necesidad de ser otro. Ahí radica su encanto.
Todo arranca cuando un magnate le pide que viaje a Italia para devolverle a su heredero descarriado. Ripley inicia un baile de máscaras en el que el asesinato y la suplantación son —y serán siempre— sus señas de identidad, engarzadas en una prosa frenética que es marca de la casa.
Fue llevada al cine en 1960 como A pleno sol por René Clement, con un Alain Delon que interpretó al Ripley perfecto. Casi cuarenta años después, Anthony Minghella estrenó el remake El talento de Mr. Ripley, con un Matt Damon que no superó el listón del actor galo.
Patricia Highsmith dejó en la nevera durante veinte años a su Tommy para rescatarlo después en La Máscara de Ripley, El amigo americano, Tras los pasos de Ripley, y Ripley en peligro, con la que cerró la serie. Todas son adictivas y en todas el encantador y letal Tom liquida —entre vítores del lector— a cualquiera que amenace la estabilidad económica, social y sentimental que con tanto esfuerzo ha logrado alcanzar.
Transferencia de la psicopatía al lector al 75%
En la narrativa highsmithiana el crimen es una forma de realización personal y deja al lector la última palabra. Sondea como nadie a ese «yo perturbado» que cada lector lleva dentro introduciendo un héroe-criminal cercano, desamparado y en algún tipo de encrucijada cotidiana, frente a una potencial víctima con la que no simpatizaría, porque conocerá cuanto sucede desde el punto de vista del protagonista, y éste expone los hechos como un psicópata, sin ápice de culpa.
Por eso al lector de Extraños en un tren más que de compadecerse de quienes van a morir, de lo que le entran ganas es de saber más sobre los mecanismos mentales de ese desconocido que le propone a otro un intercambio de asesinatos en un viaje. Tú matas por mí, yo por ti, nadie relaciona los crímenes y luego cada uno por su lado. Así el lector se adentra en esa lectura sin retorno donde el placer no reside en el castigo del culpable ni en evitar las ejecuciones, sino en la aproximación al asesino hasta el punto de desear la culminación del crimen perfecto. El sórdido dueto Bruno-Guy, será, desde la página uno, un trío enfermizo del que forma parte el lector hasta el punto y final.
Fue llevada al cine por Alfred Hitchcock en 1951. El guión pasó por las manos de los más prestigiosos escritores estadounidenses del momento, pero esa es otra historia.
Entornos cotidianos envenenados al 90%
Con Patricia Highsmith siempre ocurren cosas perversas en entornos domésticos, inoculándole al lector el temor de que en cualquier momento alguien puede convertir la pacífica existencia de un personaje —o la suya— en una pesadilla. Es una experiencia claustrofóbica y aterradora en la que el lector se siente tan solo, tan aislado y tan incomprendido como el protagonista. Tanto que nada como un lingotazo de El diario de Edith o El Grito de la lechuza para obligarte a gritar antes del punto y final.
En El diario de Edith, asistes a la lenta pero inexorable demolición espiritual de una mujer en apariencia feliz y con una existencia normal. Su nueva vida en una apacible comunidad, su matrimonio, su hijo rarito, y los cuidados al ajado tío George la van minando mientras ella escribe en su bitácora la vida que quisiera vivir. Es un relato sublime, atroz y sobrecogedor del desmoronamiento de un ser humano atrapado en un puñetero paraíso exterior.
Por su parte, en El Grito de la lechuza, el lector acompañará a un tímido ingeniero que abandona Nueva York y a su mujer para vivir en paz en un pueblecito de Pennsylvania. Su nueva y en apariencia inocente afición por observar en sus quehaceres domésticos a la joven esposa del vecino accionará un mecanismo sin freno hacia el horror y la pesadilla.
Vamos, descorcha uno y bebe. Una vez te atices ese primer trago del destilado highsmith apurarás la botella del tirón. Porque, además, lleva un ingrediente extra gentileza de la casa: esa exquisita dosis de humor perverso y ácido que aligera la carga y descongestiona el ambiente, de forma que el lector se divierte mientras comparte el tormento del personaje al que acompaña hasta el punto y final.
Si esto no es un brebaje literario del demonio que venga Dios y se lo beba él. ¡Salud!
2 Comentarios
De niño me aterrorizó el personaje de una película que no entendía. Su fealdad, su rabia, sus crímenes. Yo era uno más de los que enarbolaban una antorcha para alimentar la pira de aquel molino.
De adulto he comprendido que el monstruo es un infeliz que desea afecto, un padre, un hogar, una familia. Un ser humano como cualquiera de nosotros, pero incapaz de controlar sus emociones, su rabia, su fuerza, su ignorancia.
Los límites de la ciencia. El bien y el mal. El desafecto. El miedo a lo diferente. Mary Shelley hizo una gran obra.
En cine Robert de Niro hizo una gran creación del personaje dirigido por K. Branagh. Vale la pena descubrir un monstruo tan humano .
Gracias Sonia por esta reseña. He adquirido dos libros de esta autora que yo siempre quíse leer, uno es «Crímenes Imaginarios» y el otro «Las dos caras de enero», reconozco que este último me ha dado morbillo. ¿tú lo has leído?.
Bueno, encantada de conocerte a través de la red y te seguiré.
Un abrazo.
Aurora Guardia.